Volver a casa.
Sonaba bien y se sentía aún mejor. Después de seis años lejos de todo lo que conocía, Gina Angeli volvía a pisar su tierra, su hogar.
Sus años en la universidad Americana habían sido buenos, no podía negarlo, pero el anhelo de retornar entre los suyos había atenazado su corazón cada día. Finalmente, volvía a casa.
El aeropuerto estaba a rebosar de gente, la fila en el control de pasajeros era eterna, más ni las horas de espera podían empañar su buen humor. Pasó el peso de una pierna a otra, abrazando su bolso de mano, apretaba su pasaporte en la mano derecha como la posesión más preciada.
Adentro, solo un sello adornaba las páginas. La fecha de seis años atrás, cuando se subió a un avión hacia los Estados Unidos, dejándolo todo en el espejo retrovisor.
—Benvenuta, signorina Angeli. —Le sonrió a la mujer que revisaba sus documentos, pletórica al escuchar a alguien dirigírsele en su lengua materna. La mujer estampó un sello en su pasaporte y se lo devolvió, con una sonrisa amable.
—Grazie. —Tomó su documento y giró a su alrededor, buscando su equipaje. La maleta roja llamó su atención y corrió a tomarla, ansiosa por salir de ahí de una buena vez.
Empezó a impacientarse mientras sorteaba las entradas y salidas del aeropuerto, siguiendo las señales. Cuando finalmente divisó la puerta de salida, apretó el paso.
El sol siciliano le dio la bienvenida en cuanto puso un pie afuera, respiró hondo para ahogarse en ese aire salado, tan bien conocido y que tanto había extrañado.
—¡Gina! —Buscó de donde provenía la voz y sonrió al ver a su mejor amiga corriendo en su dirección.
—¡Aurora! ¡Qué sorpresa! —exclamó, dejando la maleta de lado para fundirse en un fuerte abrazo con la joven.
—No habrás pensado que no vendría, ¿o sí? —Aurora se mostró indignada, pero la sonrisa perfecta no desapareció de su rostro.
—No creí que tu padre te dejaría. —susurró, cuidando de que no la escuchen los guardias de Aurora.
—No tuvo mucha opción, la verdad. —Su amiga siguió con su expresión despreocupada, pero Gina sintió la primera punzada de temor ante una reprimenda.
Ahí había algo que no extrañó en la América. El miedo constante de romper las reglas de la familia, de poner a alguien —o a sí mismo— en peligro. Ahí podía caminar por la calle a todas horas de día y de noche, frecuentar los bares y restaurantes que quisiera, tener amigos sin temer a las represalias.
Pero, no cambiaría a su familia por nada del mundo. Vivir protegida por normas y reglas no era nada en comparación a vivir sola, alejada de todos.
—¡Te extrañé tanto! —Se sacudió la preocupación de encima y volvió a abrazar a su amiga; caminaron así hasta el coche que las esperaba a unos metros. Uno de los guardias ya se había ocupado de recoger su maleta y ponerla en el baúl.
—¡Yo más! Las cosas son aburridas aquí sin ti. —protestó Aurora con un puchero.
—Eso es mentira. —rio, divertida—. Primero, aquí nunca es aburrido. —Aunque eso no era algo positivo, para ser sinceros—. Y segundo, yo no soy la persona más divertida del mundo. —Le recordó, Aurora le quitó importancia con un ademán.
—Oh, cállate. —Le dio un manotazo mientras se subía al coche. Gina la siguió—. Eres mi mejor amiga y para mí eres la persona más divertida del mundo.
—Si tú lo dices. —Se encogió de hombros, regalándole la victoria en esa discusión.
El coche se puso en movimiento y el suave movimiento del vehículo le recordó las interminables horas de viaje en el avión y el cansancio se apoderó de ella.
—¿Por qué no descansas un poco? —Aurora debió de haberse dado cuenta de su expresión, se movió en el asiento para hacerle espacio para acomodarse—. Yo te despertaré cuando lleguemos. —prometió. Gina no tuvo fuerzas para negarse, apoyó la cabeza en la ventanilla y el sueño la venció con rapidez.
No durmió. Se sumió en un extraño estado de duermevela: demasiado cansada para mantener los ojos abiertos, al mismo tiempo demasiado extasiada como para relajarse.
La sola posibilidad, cada vez más cercana, de volver a ver a su familia, a sus amigos, la mantenía en un constante estado de alerta. Habían pasado muchos años, todos habían cambiado, pero ella esperaba volver a sentir la protección de una familia cariñosa y fuerte a su alrededor.
Edoardo. Había sentido una ligera decepción al no verlo a él en el aeropuerto. Rápidamente, se reprendió por ese pensamiento: él era un hombre ocupado que no podía perder horas del día esperando su vuelo, pero, conforme pasaba el tiempo, se sentía más y más nerviosa ante la posibilidad de verle.
¿En serio la había esperado todo ese tiempo? No se había atrevido a preguntarle a Aurora las pocas veces que habían hablado, no quería recibir una mala noticia estando a miles de kilómetros de distancia. Y con él no había hablado desde esa tarde que se despidieron en su casa, en el monte, escondidos del mundo.
Gina había crecido en Sicilia. Conocía la vida de las familias ahí, sabía que era imposible que Edoardo mantuviera contacto con ella sin ponerse en peligro. Pero el anhelo constante por al menos escuchar su voz la había vuelto loca.
En esos momentos no sabía qué esperar. Al mismo hombre que había dejado ese día, el hombre que la amaba con locura y que quería formar una familia con ella a penas pudiera, o a un extraño que la había olvidado bajo el peso de los años.
—¿Gina? —La voz de Aurora se inmiscuyo en sus pensamientos y se forzó a abrir los ojos para mirarla—. Estamos llegando. —le avisó, con una expresión nerviosa en el rostro.
Un solo vistazo por la ventanilla del coche fue suficiente para que se diera cuenta de que no se encontraban en la finca de los De Santis.
—¿No vamos a casa? —Aurora negó con pesar en los ojos.
—Tenemos una reservación en la Villa. —Trató de sonar animada, pero sus ojos no mentían—. Es qué… las familias… las cosas están mal de nuevo. —Le confesó, el corazón de Gina se apretó—. Es solamente una medida de precaución, nada más. Tienen que revisar tus dispositivos, asegurarse de que nadie… —La cortó.
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Editado: 05.05.2022