despertar con hambre

Soñé con ella otra vez.

No con la mujer que me entendía, sino otra. Más vieja. Más parecida a mi. Estábamos en una habitación blanca, sin ventanas, sentadas una frente a la otra. Me tomó la cara con las dos manos y dijo.

-Ya está.

No fue un consuelo. Fue una despedida.

Cuando abrí los ojos, había ruido.

Ruido real.

Pájaros, una ambulancia a lo lejos. Un auto que frenaba mal. Y un zumbido tenue en la cabeza, como si alguien estuviera desconectando algo dentro mío.

La luz entraba por la persiana. Había polvo flotando. Y el aire… el aire no era perfecto. Estaba cargado de algo, de vida, de olor a calle.

Volví.

Tardé un rato en reconocer la cama, la forma de las sábanas, el cuerpo al lado mío. No era Alejandro. Era nadie. Estaba sola.

Mire mis piernas, eran mías. Las de siempre, con marcas. Con celulitis. Con historia.

Me dolieron. Pero no por vergüenza. Me dolieron porque estaban vivas.

Me levanté, fui al baño. El espejo me devolvió la cara que me había negado tanto tiempo.

Ojeras. Piel opaca. Los ojos hinchados. Pero había algo ahí que no tenía el cuerpo perfecto ni la mujer comprensiva: presencia.

Abrí la canilla. Deje correr el agua, me moje la cara. No lloré. No todavía.

Solo me quedé mirando esa imagen como si la viera por primera vez.

Como si hubiera vuelto de un viaje donde nadie me tocó realmente. Y ahora, por fin, podía empezar a sentir el frío del suelo, el ruido de los vecinos, el hambre real en la panza.

Fui a la cocina. No había comida.

Me senté igual, en la silla de siempre, frente a la mesa de siempre.

Y pensé: tengo hambre. De comida. De contacto. De palabras que no sean perfectas. De errores. De vida cruda.

Ese fue el primer deseo que no se cumplió solo. El primero que me obligó a moverme.

Y lo hice.

Busqué el celular, llamé a una terapeuta que una amiga me había recomendado hacía meses y que nunca me animé a contactar.

-Hola, si… llamaba para ver si tenés turno.

Mi voz temblaba pero era mía. Toda mía.