Mirando por la ventana

3

Mirando por la ventana

El tiempo que hacía en febrero era como una maldición continua; la primavera no estaba lejos, pero soplaba un viento más cortante que nunca. A las nueve y media de la mañana del domingo, Ok-yeong estaba a punto de cerrar la pequeña maleta abierta en su vestidor. Tras titubear un instante, sacó de un tirón el jersey grueso de cuello alto que había metido. El color aguamarina le quedaba bien y le iluminaba la cara, pero esa lana gruesa no era adecuada para el lugar adonde iba. Febrero, allá, no era como en Seúl, donde las mujeres se paseaban majestuosas envueltas en sus abrigos de piel y el vaho blanco de su aliento quedaba suspendido en el aire gélido.

Pensó que cuantos más años tenía, más cosas debía hacer en casa antes de marcharse. La noche anterior había preparado unos banchan para guardar en la nevera y esa mañana, al levantarse, regó las plantas de la terraza. Asó unos filetes de salmón en el horno y preparó una sopa de algas para el desayuno. A continuación, enjuagó los platos y los colocó en el lavaplatos. Al día siguiente por la mañana, la asistenta se ocuparía de sacarlos de la máquina limpios y secos. Al día siguiente por la mañana... Al día siguiente por la mañana, apenas al cabo de veinticuatro horas, pero era inconcebible que aún faltara tanto.

Tres días atrás le había dicho a su esposo:

—Voy a ir a mi casa unos días.

—¿Casa? ¿Qué casa?

Él sabía que se refería a la casa de sus padres en Daejeon, pero se lo preguntó igualmente, y en su frente se formaron unas arrugas profundas. Era su modo de poner de manifiesto que tenía un humor de perros. Cuando se ponía de mal humor, ella debía decir lo que quería decirle en tono amable pero firme, y una cosa cada vez, como si le hablara a un preadolescente huraño.

—Mi madre tiene un tremendo dolor de espalda. Creo que necesita un reconocimiento médico general. Cuando vayamos, de paso controlaremos ese problema de corazón que apareció en la última visita.