Epílogo

La luz de la luna asomaba tímida por la ventana del avión, mientras Perséfone contemplaba, casi obsesivamente, sus uñas rotas, destrozadas por los nervios de los últimos días. Había tomado la decisión de una manera precipitada, había comprado el billete de avión a última hora, y ahí estaba, somnolienta y sentada, contemplando como la aeronave se elevaba lentamente sobre los aires.

Perséfone sintió una perturbadora sensación de paz al sentir que flotaba sobre el cielo negro y vacío, una sensación parecida a la de estar en un cementerio, o en el vientre materno. Se imaginó a ella misma de bebé, gravitando en el útero de su madre, y también imaginó a su madre, convertida ahora en noche, vigilando aburrida desde la luna el devenir del mundo y de su propia hija.

“Qué curioso”, pensó Perséfone, ya que, mientras las ensoñaciones de noches atrás habían sido de muerte, las de aquella noche eran de nacimiento.

Había pasado la tarde anterior con Alfonso, que había pasado por casa para recoger unas cosas que quería llevarse a América. Al contrario de lo que Perséfone esperaba, Alfonso no se había molestado por su decisión de no marchar allí con él (más bien al contrario, la apoyaba completamente); y su encuentro tampoco estuvo marcado por las lágrimas y los reproches. Aquella lluviosa tarde había sido una tarde de sexo, risas y complicidad, como si no hubiera pasado el tiempo entre ellos, como si fueran los mismos adolescentes que se habían separado bruscamente hacía años. En su interior, ambos habían aprendido que debían dejarse marchar; si su separación era una tragedia o una bendición; sólo lo dictaría el destino.

El avión finalmente aterrizó con los primeros rayos del día, mientras unas voces en francés ordenaban a los pasajeros que permanecieran en sus asientos con el cinturón de seguridad abrochado. En cuanto el avión se detuvo sobre el suelo de París, Perséfone miró su móvil y vio un mensaje de su hermana Lena: ya la estaba esperando en el aeropuerto.

Fin