El embrujo

“Se levantó peor que el día anterior: tuvo que recordar queriendo olvidar.”

De Balas Perdidas, Morat.

Los golpes de pretérito que recibí aquella noche habían tatuado con fuego el embrujo más despiadado. Sus ojos, desde lejos, anclados en mí, proferían magia mientras alimentaba su espíritu depredador con labios desahuciados. Y yo… envuelta en un falso escudo de huesos, pretendí que era inmune a cualquier hechizo de su recuerdo, mientras me deshacía en falsos te quiero.

Nos levantamos de la mesa al mismo tiempo y nos encontramos en el mismo pasillo, donde al final, antes de desaparecer por puertas diferentes nos rendimos ante el tenue resplandor de un satélite que revivía todo tiempo pasado.

Mi corazón se cansó de gritar, mi garganta le dijo que no y en el vano intento de desprender su boca de la mía, abrí los ojos y miré en frente. Un par de ojos negros me observaban con cautela. Definitivamente no eran los suyos, su sabor ni siquiera se asemejaba al de sus labios y eso fue lo más triste. Donde quiera que buscase siempre pretendería encontrar la más mínima semejanza al pasado.

Miré al rincón opuesto al mío, donde sus dedos comenzaban a jugar con los de aquella Celestina. Siempre vas a doler —pensé mientras le dedicaba una última mirada antes de desaparecer de la mano de una nueva promesa, dispuesta a construir murallas para no atravesar la misma puerta.

Y a la mañana siguiente, cuando desperté extrañada por una sensación de turbulencia, me di cuenta de que de pronto tenía que aprender a vivir en un incendio. No había antídotos que funcionaran para ese embrujo. Pensé que ojalá le pasara lo mismo, que me encontrara presa en cualquier mirada, que le supiera a mí cada beso, que aun queriendo olvidar tuviera que recordarme incansablemente, que ojalá… que ojalá que cualquier intento fuera insuficiente y se viera deshecho en espejismos, como yo… —para que nunca te vayas, acuérdate de mí.