Catalina
—Para mí todo resultó bien.
—Claro —me respondió Miguel— sobre todo la parte en la que te buscamos por media hora en todo el salón.
Ya íbamos de regreso a casa, la noche anterior la cena había sido un desastre total y mi papá había terminado igual de enojado que siempre.
Para las 7:00 estaba lista, bajé junto a mi familia y salimos a esperar a Martin, quien había tenido problemas con el auto y demoró 20 minutos en llegar por nosotros. Si otra persona hubiera sido, le habría costado un sueldo completo.
Cuando por fin llegamos al salón, nuestra mesa había sido asignada a otra familia, para mi papá fue una ofensa, para mamá una muy mala organización y a mi simplemente me daba igual. Luego de que mi padre peleó con el organizador por lo que pareció una eternidad y acusarlo con demandarlo, lo que me causó una gran vergüenza, lograron asignarnos una mesa en mejor posición.
Media hora antes de la firma de papeles, mi vestido se manchó de vino, y digamos que llevar color celeste con una gran mancha no es bonito. Llamé a Martin y muy amablemente regresó al hotel para buscar en mi maleta el vestido negro que me había puesto en el viaje con Eduardo. Miguel me buscó en todo ese tiempo y cuando se encontró con Martin y escuchó lo que había pasado, se encargó de decirle a mi papá todo.
Al final fingimos que los tres habíamos firmado el documento oficial, cuando no fue así, porque cuando lo leyeron venía mal escrito mi nombre, con doble "s" y una sola "l". Esto claro iba a tener consecuencias en un futuro si lo dejábamos pasar.
¿Lo único bueno de todo? Ya íbamos de regreso, volvía a mi rutina, a mis actividades, a Eduardo.
—No puede ser posible. Casi diez meses organizando todo para que me hicieran este tipo de burlas.
Dijo mi papá enojado. Solo lo ignoré y me dormí para que las tres horas que faltaban no se hicieran eternas.
Llegamos después de las 8:00 p.m. y subí a mi habitación, saqué la ropa de la maleta y el vestido celeste lo boté, porque era evidente que esa mancha no se quitaría nunca.
Estaba ya acostada viendo series en mi computadora cuando sonó mi teléfono, vi la hora y eran casi las 12:00 a.m. El número no lo conocía, pero por alguna razón contesté.
—¿Hola?
—Hola querida. Eres Catalina, ¿cierto? —dijo una mujer al otro lado.
—Sí, ¿quién habla?
—Soy Lucía, la mamá de Eduardo.
—Ah, hola ¿cómo está?
—Disculpa que te llame a ésta hora, pero Eduardo se encuentra muy mal.
—¿Qué le sucede?
Comencé a preocuparme, no había hablado con él en estos dos días, no me contestó el último mensaje, que había sido el domingo a mediodía.
—No sé cómo decírtelo. Pero no tengo a quien acudir y creo que en estos momentos te necesita a ti.
—Señora, ¿qué pasa con Eduardo?
—Falleció su papá esta mañana.
Mi corazón se paró por unos segundos, mi respiración se cortó y mi boca se abrió. Me quedé mirando a la nada, con el celular en la oreja y la mano en el pecho.
—Ya salgo para allá.
Colgué y busqué mi mochila, me temblaban tanto las manos. Me puse la primer sudadera que encontré y mis zapatos. No sabía cómo me iba a ir, a Sarah no la podía molestar a esta hora. Martin ya había terminado su turno y se había marchado. Pedir un taxi era la mejor opción, aunque saliera costoso y fuera algo peligroso.
Bajé lo más rápido posible, rogando que todos se encontraran dormidos, atravesé el pasillo mirando las puertas, caminé por las escaleras y llegué hasta la entrada principal, estaba a punto de abrirla cuando la luz se encendió.
—¿A dónde vas?
Giré y escondí mis llaves en el bolso del pantalón.
—Voy a casa de Eduardo.
—¿A ésta hora? —preguntó Miguel.
—Sí, tengo que ir a verlo, se encuentra mal y no ha querido hablar con nadie.
—Catalina ¿cómo se te ocurre salir así ahora?
—Miguel tengo que ir con él.
—¿Y qué? ¿No piensas en el peligro que vas a pasar? ¿Crees que son las dos de la tarde? ¿Y en qué se supone que vas a ir?
—¡Miguel ya! —Le grité— ¡deja de comportarte como si te importara o entendieras cada cosa que hago o me sucede! No tengo diez años y sé muy bien cómo cuidarme. Pero por favor, deja de comportarte como si en verdad me quisieras proteger.
—¡¿Te crees que no lo he hecho todo este tiempo?! Desde que Carolina se fue la presión de ser un buen hermano para ti fue tan grande que estuve al borde de la locura. No imaginas todas las cosas que tuve que cambiar para que no siguieras mis pasos.
Comencé a llorar, a perder la paciencia y a ponerme más nerviosa de lo que estaba.
—Catalina si mi papá te ha hecho creer que te cuido solo para cumplir con sus órdenes, déjame decirte que estás en lo incorrecto. Te cuido porque no quiero perder a mi otra hermana, porque has sido mi mejor amiga y porque tienes derecho de tener una vida.
—Miguel, por favor —le dije llorando— déjame ir, en verdad me necesita.
Cerró los ojos y respiró muy profundo, se giró sobre sí y subió las escaleras. No entendí nada pero regresé a la puerta y comencé a abrirla. A los segundos escuché pasos de nuevo.
—Maneja con cuidado y avísame cuando llegues. Yo hablo con mis papás y les invento algo.
Me tendió las llaves de su auto, las tomé y lo abracé, como hace tiempo no lo abrazaba. Sentí por primera vez ese abrazo familiar, ese amor de hermanos.
—Y dile a Eduardo que aquí tiene a un amigo.
Asentí y salí de la casa. Caminé a la cochera y salí en marcha hacia donde vivía Eduardo.
Llegué a los cinco minutos, resultó que vivía más cerca de lo que pensaba. Aparqué en cuanto vi su coche, respiré y traté de buscar las palabras correctas, aunque sabía que ninguna curaría su dolor.
Me bajé y caminé hacia la puerta, con la respiración acelerada y con mis manos temblando aún. Me abrió su mamá y me dio un abrazo.