Incertidumbre.

Caminas entre los demás, cansado, en cuerpo y alma.

Pasaron apenas unos pocos días, desde que tu vida dejó de ser la de antes. Es más, la soledad se pega a ti, como una segunda piel.

Es pesada. Dolorosa. Hasta asfixiante, cuando los recuerdos con Van, se convierten en sus aliados.

Pues, son tan nítidas, que hasta te pierdes en el tiempo y espacio. De estar en medio de todos tus compañeros; en que sus voces o forma de caminar, te indican quién es quién; te ves andar al lado de Van.

El pasillo gris, con una luz tenue por encontrarse en el subsuelo, de pronto se convierte en el abierto y caluroso pasillo del orfanato.

Las risas de tus camaradas se expanden, y se pierden en el tiempo, para convertirse en la tuya y la de tu hermano. No es claro el motivo de hacerlo, cuando tu corazón se encoge de anhelo.

Incluso de esa vez en que él tuvo que irse, y las rudas mujeres que los cuidaban, se vieron obligadas a retenerte en contra de tu voluntad.

«¡Llévame contigo!» Lloraste sin vergüenza, y hasta desgarrarte la garganta, cuando lo viste indefenso, incapaz de ayudarte. «¡Por favor, hermano, no me dejes!»

Dijiste, una y otra vez, sin perder la fuerza en tu voz, pero sí en tu flaco cuerpo, que cedió a la voluntad de las cuidadoras.

Mientras Van, indeciso, también se dejó llevar por los directivos, sin antes sonreír con la promesa de que volverían a estar juntos.

Si bien, de tus labios húmedos por las lágrimas, lo maldijeron. En el centro de la rabia, estaba la fe en su palabra.

Ya que, al año de su partida, incapaz de ver su rostro, cumplió. Por entonces, aún confiado de que su decisión, fue la acertada.

Un proceso que también tuvo que ser tuyo, pero que él, sin poder odiarlo, te lo arrebató antes de llegar a comprender el motivo de su rebelión.

Incluso, de entender, el porqué el destino estaba empecinado por separarlos y enfrentarlos. Sobre todo, cuando en él, conociste el significado de pertenecer.