Tres años después...

Narra Brandon.

Miré mi reloj con impaciencia. Como siempre tan inconveniente, el estúpido autobús estaba retrasado. Maldije en mi interior al poco eficaz sistema de transportes, iba a llegar tarde a mi segundo día de trabajo.

¡Genial!

En realidad había comenzado en esta pequeña firma el año pasado, era una pasantía que me permitiría ganar contactos y experiencia, pero desde ayer me habían ascendido a empleado fijo. Como era el nuevo, tenía que pagar mi derecho a estar allí y por lo tanto, era necesario que llegara media hora más temprano que los demás. Yo estaba encargado de las bebidas de los empleados del piso, unas veinte personas; además tenía asignado hacer las copias y ordenar los proyectos por orden de llegada. Incluso en algunas funestas ocasiones me hacían limpiar el baño de hombres... podía afirmar con total autoridad, que los arquitectos eran unos cerdos.

Chasqueé la lengua en cuanto atisbé al tan esperado autobús acercándose a la parada. Subí último, dejándoles el paso a dos ancianos y una embarazada y le dediqué una mirada fastidiada al chofer. Sí, sí... lo más probable era que él no tuviera la culpa, pero estaba muy irritado.

Mientras me sentaba al fondo, en un asiento en medio de otros dos pasajeros, suspiré con cansancio. Tenía sueño acumulado y me dolía la espalda y los brazos; me estiré un poco para aliviar la tensión. Luego saqué el teléfono de mi bolsillo y anoté las tareas que tenía que cumplir de manera inmediata y mandé un par de mensajes a mi jefe para preguntarle si necesitaba algo.

Llegué cinco minutos antes de horario, corriendo con el café de todos y unas cuantas carpetas resbalando debajo de mi brazo. Y desde entonces me mantuve yendo de aquí para allá sin parar, cubriendo los pedidos de cada uno de mis compañeros. Era agotador y monótono, pero ya estaba acostumbrado a ese ritmo de trabajo.

Finalmente pude sentarme y tener un respiro cuando llegó mi hora de almuerzo. Abrí mi mochila y saqué el pequeño recipiente que contenía mi almuerzo –un sándwich de pollo con tomate y lechuga– y mi botella de agua.

—Spencer, ¿te apuntas para unas copas esta noche?

Alfred Tucker... No había ni tomado un bocado cuando ya lo tenía molestándome. Era buen tipo y todo, pero le encantaba ser el centro de atención, lo que hacía que casi todos lo evitaran como a la peste. Aunque yo era más bien huraño, no me afectaba su forma de ser y por eso se me pegaba como goma de mascar.

—No. Tengo que ir al hospital —respondí, armándome de paciencia—. Además, sabes que no me gusta beber.

Esa era la verdad, pero la otra razón era que no solía juntarme con mis compañeros de trabajo cuando terminaba la jornada laboral. Quería tener mi vida, muchas gracias.

—Qué aguafiestas eres... ¿Y qué te parece el fin de semana? —insistió entusiasta, ya que no sabía cuándo dejar en paz a una persona—. Tenemos que celebrar tu ascenso.

No. No tenemos, Alfred.

—Este fin de semana viene mi novia, así que voy a estar con ella.

—¿Tenías novia? —Su incredulidad era graciosa e irritante al mismo tiempo. Puse los ojos en blanco y me dispuse a comer, ignorando de forma pasiva-agresiva su comentario—. ¿Puedo conocerla?

Ni de broma se la presentaría.

—En persona, no. Pero si miras el canal de deportes podrás verla el lunes, porque tiene una carrera.

—¿Es atleta? Dime su nombre, que quizás ya la conozca.

—Amy Reeve.

Primero movió los ojos hacia un lado, intentando ubicarla. Y luego...

Su estrambótica carcajada me sacó de quicio. Aun seguía riendo cuando chilló:

—No bromees, Spencer. Amy Reeve... ahora sí que he escuchado todo.

Bufé con fastidio, sintiéndome más cansado y molesto de lo que ya estaba. Mi día estaba oficialmente arruinado.

—Si no quieres creerlo es tu maldito problema —contesté con la mandíbula apretada.

Me levanté de mi asiento, tomando solo la botella de agua, y comencé a caminar en dirección opuesta a él.

Amy Reeve... Era poco creíble, pero cierto. A pesar de todo, continuábamos juntos.

Ella se había convertido en una reconocida deportista al quedar en buenas posiciones en las competencias. Aun no había conseguido el primer lugar, pero estaba muy cerca de su objetivo. Amy nunca se rendía. Hacía un año que había terminado la universidad y ahora era profesora de educación física. El resto de su tiempo lo dedicaba a su propio entrenamiento –que realizaba con un equipo profesional– y cada tanto grababa algún que otro comercial de indumentaria deportiva.

Yo por mi parte, me había graduado hacía solo un par de meses. Aún seguía viviendo con mi padre, al otro lado del país. Por lo que la distancia todavía era un importante factor entre nosotros.

Para mí, su nueva y creciente popularidad era bastante problemática. Ya no eran pocos los chicos que la rodeaban. No quería ser posesivo ni celoso, porque estaba lejos y no podía hacer nada para evitar lo que pudiera suceder... inclusive yo mismo ya había predicho esta situación. No obstante, me sentía fatal. Impotente y miserable.

Por el otro lado, Amy sí era celosa. Ella siempre estaba inquieta por las mujeres que formaban parte de mi círculo. La abogada de mi padre, una de sus enfermeras y mis compañeras de trabajo, la mayoría pisando los treinta. Al principio, descarté todos sus argumentos, los creía infundados y exagerados. Es decir, ¿quién se iba a fijar en mí? Yo no tenía nada que ofrecer. Sin embargo, al final tuve que darle la razón, porque sí tuve una propuesta de parte de una de ellas, algo que sinceramente no me esperaba.

Claro que la rechacé y me resultó muy fácil hacerlo, a pesar de que me tomó desprevenido. Yo tenía a Amy, la hermosa y radiante chica que había cautivado mi corazón. Además, entre mi padre, la escuela y el trabajo no tenía ni tiempo ni ganas para esa historia.

Durante estos tres años, nuestra relación había pasado por muchas etapas y creo que entre los matices que experimentó, fue todo menos color rosa. Pasamos por celos, dudas, peleas, reclamos, casi rompimientos... a veces nos alejábamos emocionalmente. Muchas veces, se me hacía difícil continuar con ella. Era un camino muy solitario e inseguro.