Capítulo 3: Elira y el mundo que no la entendía

Elira no vivía en guerra con el mundo. Pero tampoco se entregaba a él fácilmente.

Su casa era un espacio de contrastes: voces que a veces chocaban, silencios que pesaban más que los gritos, y momentos de ternura que llegaban como lluvia en medio de sequía. Ella había aprendido a moverse con cuidado, a leer los gestos antes que las palabras, a saber cuándo hablar y cuándo callar.

No era que no la quisieran. Pero pocas veces la entendían.

Por eso, Elira había creado sus propios refugios. 🌿
Tenía una libreta donde escribía lo que no podía decir.
Tenía rituales: encender una vela, escribir cartas que luego quemaba, escuchar música que parecía venir de otro mundo.
Tenía libros que le enseñaban que el miedo no era debilidad, sino una puerta.
Y tenía sueños… sueños que le recordaban que había algo más allá de lo visible.

Cuando el ruido de la casa se volvía demasiado, ella se encerraba en su cuarto, no para huir, sino para reconstruirse. A veces escribía historias oscuras, donde el miedo se convertía en poder. A veces creaba personajes que enfrentaban monstruos internos, como ella lo hacía cada día. Y otras veces, simplemente se quedaba en silencio, mirando el techo, dejando que sus pensamientos se acomodaran como estrellas en una constelación.

No era fría. Era cuidadosa.
No era distante. Era profunda.
Y quienes lograban entrar en su mundo, descubrían una luz que no se apagaba fácilmente.

Elira no se mostraba alegre con cualquiera. Su sonrisa era un regalo reservado para quienes habían demostrado que sabían cuidar. Su lado sensible no era debilidad: era un jardín que florecía solo cuando se sentía seguro.

Y aunque a veces se sentía sola, no se desesperaba. Porque ella sabía que la soledad no era un castigo, sino una pausa. Una preparación. Una forma de decir: “Estoy construyéndome. Y cuando esté lista, el amor que merezco sabrá encontrarme.”