Capitulo 7: "El pasillo de las puertas cerradas"

Salió de ahí a un pasillo largo, silencioso. Las paredes estaban cubiertas de papeles amarillos y fotografías sin rostros. A cada lado, una hilera de puertas de madera. Algunas estaban abiertas, mostrando habitaciones desordenadas, con camas vacías y ropa tirada en el suelo. Otras permanecían cerradas, con nombres escritos en la parte superior como etiquetas de algo que ya no existe.

Alma caminó sin hacer ruido. Cada puerta parecía latir con un recuerdo. Una decía “Marta”. Otra, simplemente: “Lo que callamos”. Había una con su propio nombre, y al lado, otra sin rotular. Esa fue la que le provocó un escalofrío.

Dudó. La manija estaba fría. La puerta parecía sellada desde dentro, como si alguien —o algo— no quisiera que entrara.

Pero entró.

Adentro no había nadie. Solo una silla al centro y una radio antigua que emitía una estática suave, interrumpida por susurros incomprensibles. En las paredes, palabras talladas una y otra vez: “No fui yo”, “Nunca lo dije”, “Se me olvidó cómo volver”.

Entonces comprendió: esa habitación no era de un muerto cualquiera.

Era de alguien que aún no aceptaba que lo estaba.

El aire se volvió espeso. La puerta se cerró detrás de ella.

—¿Estás ahí? —preguntó Alma.

Silencio.

—No vine a hacerte daño. Vine porque no sabés cómo irte.

Una figura empezó a formarse en la silla. Difusa. Como si apenas se estuviera recordando a sí misma.

—No quería morirme así —dijo una voz.

Alma no preguntó más. Solo se quedó un rato, en silencio, hasta que la figura desapareció. No con ruido, no con drama. Como se va el polvo cuando nadie respira cerca.

Salió del cuarto y notó que una de las puertas al fondo del pasillo se había abierto sola. Ya no había nombre en ella.

Solo una palabra grabada con calma: “Gracias”.