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Gulf avanzó distraído. Aquella casa era enorme. Y la segunda planta parecía aún más grande. Le habían dicho que el baño quedaba al fondo del pasillo. Pero había tres pasillos desde aquel tramo de escaleras.

Gulf suspiró. Nunca iba a entender porqué la gente necesitaba de una mansión tan grande para vivir.

Para Gulf, quien nunca había tenido demasiado, otras cosas eran importantes.

Con otro suspiro de frustración, avanzó unos pasos más y fue cuando lo oyó: un sonido extraño seguido de un sollozo. 

Gulf miró sobre su hombro. El pasillo seguía vacío. Con sigilo se acercó a la puerta desde donde estaba seguro provenían esos ruidos.

Aún sabiendo que no era correcto, se asomó por la puerta entreabierta, prometiéndose que sólo sería por un segundo.

Pero sin ser consciente, sintió que su cuerpo se movía solo. Y al segundo siguiente ya había entrado a la habitación. Y se había acercado a aquella cama revuelta, en la que un jovencito, extremadamente delgado, ojeroso y temblando, inclinaba medio cuerpo hacia el suelo, vomitando.

El cuerpo de Gulf siguió reaccionando instintivamente sin que él fuera consciente. En un segundo encontró un cesto de papeles cerca de un escritorio, se sentó al borde de la cama y lo acercó a la boca manchada del joven.

Y mientras lo veía vomitar le frotaba la espalda con su mano libre, susurrándole palabras dulces para tranquilizarlo.

Cuando vio que el joven respiraba con un poco más de normalidad, retiró de su vista el cesto y con una toalla que encontró sobre una silla trató de limpiarlo.

Hasta ese momento el joven no lo había mirado ni una sola vez. Pero de repente, levantó su vista y la clavó en los ojos de Gulf con una intensidad arrolladora.

– Gracias...– susurró agitado.

Y Gulf sintió algo extraño que jamás había experimentado: su corazón pareció de pronto saltarse un latido...ó dos...