Epílogo: La Huella del Amor Roto

Los días pasaron como un torrente imparable. La guerra, la traición, las heridas… todo parecía haberse desvanecido en una neblina densa, como si el tiempo quisiera olvidarlo, borrarlo, o al menos ocultarlo. Pero tanto Kael como Eryndra sabían que las cicatrices dejadas por el amor y la traición nunca desaparecen realmente. Son como sombras persistentes que acechan incluso en los momentos más tranquilos.

Kael sobrevivió, aunque no sin pagar un precio terrible. Su cuerpo llevaba la marca de la batalla, su alma, la marca de la culpa. Pasaron semanas, tal vez meses, desde que Eryndra lo abandonó en su dolor, pero él nunca dejó de pensar en ella. Cada amanecer era un recordatorio de la pérdida, de su fracaso. Buscó consuelo en la guerra, pero no podía escapar de la verdad que lo perseguía: había arruinado la única oportunidad de redención que le había dado el amor.

Ahora, lejos de su reino, escondido entre las sombras de los bosques donde los recuerdos de Eryndra no lo alcanzaban tan fácilmente, Kael comenzó a vagar por el mundo, un hombre quebrado, con el corazón dividido entre su deber y su arrepentimiento. Sabía que no podía regresar a su padre, ni a su reino, porque aquello significaba condenar a Eryndra a una vida de sufrimiento aún mayor. Pero ¿cómo podría enfrentar su futuro, sabiendo que había arruinado el único futuro que podría haber sido suyo?

El eco de la guerra seguía resonando en su mente, pero lo que más le dolía era la constante pregunta que lo atormentaba: ¿qué quedaba de él después de todo esto? La respuesta era un vacío, un espacio vacío donde alguna vez estuvo el amor. Un amor que había destruido con sus propias manos.

Pero incluso en medio de su tormenta, una chispa de esperanza lo mantenía en marcha. Quizás, algún día, podría encontrarse con Eryndra nuevamente. Quizás, solo quizás, habría una oportunidad de redimir lo que había hecho. El destino, tan cruel e impredecible, parecía no haber terminado con ellos aún. ¿Podría la oscuridad del pasado dar paso a una luz? Kael no sabía si merecía esa oportunidad, pero la esperanza nunca lo abandonó.

Por su parte, Eryndra se había retirado a su castillo, sumida en una profunda soledad, la cual nunca imaginó que llegaría a sentir. Su reino la necesitaba, pero su corazón ya no estaba allí. Ella lo había amado, lo había dado todo, y sin embargo, todo había quedado destruido en un instante. Sus noches estaban llenas de pesadillas en las que veía los ojos de Kael, mirándola con ese dolor que ahora compartían, un dolor que ni el tiempo podría borrar.

Pero Eryndra no era una mujer que se dejara vencer. Aunque su alma estaba marcada por la traición, ella sabía que no podía quedarse atrapada en el pasado, por mucho que lo deseara. Su deber como futura reina debía prevalecer. Sin embargo, había algo en ella que no podía ignorar: la sensación de que el destino aún no había cerrado la puerta entre ellos. Quizás la guerra no había terminado. Quizás su historia aún no había llegado a su fin.

A veces, en los momentos más solitarios, cuando la niebla envolvía el castillo y la luna iluminaba el horizonte, Eryndra se encontraba mirando la distancia, preguntándose si algún día vería nuevamente a Kael. Si la oportunidad de redención era algo que ambos podían alcanzar, o si el amor roto que compartieron sería una sombra que nunca se desvanecería.

Y en algún lugar lejano, Kael miraba al cielo estrellado, un susurro de viento acariciando su rostro. Quizás Eryndra estaba allá afuera, pensándolo de la misma manera. Quizás, si el destino lo permitía, encontrarían su camino de regreso. O tal vez la historia de amor más devastadora de los dos reinos ya estaba escrita, y lo único que quedaba era vivir con la huella imborrable de lo perdido.

El tiempo diría. El destino hablaría. Pero una cosa era segura: ni Kael ni Eryndra se olvidarían nunca. El amor que compartieron, aunque destruido, seguiría siendo una llama que ni la muerte ni el odio podrían apagar.

Fin...