PRÓLOGO: EL PESO DEL DOLOR

Tánatos, 9 de enero de 1919

El dolor descendió sobre la tierra como un dios sin rostro, y fue entonces —no cuando cayeron torres, sino cuando cayó el espíritu— que comenzó la verdadera condena.

No fuimos vencidos por acero ni por fuego.

Fuimos rotos por algo más antiguo y más cruel:

el lamento que nace cuando se comprende demasiado tarde.

Alguna vez fuimos santos guerreros, guardianes de las grandes ciudades del mundo, orgullosos y rectos. Alzamos nuestras armas contra la tiranía de Harambee, la niña impura del continente perdido. Y aunque nuestras espadas fueron justas, nuestros corazones jamás escaparon a la mancha de la duda.

Estuvimos tan cerca… tan cerca de liberar al mundo de su podredumbre.

Pero el dolor del arrepentimiento —ese que llega después de cada decisión tomada por fe ciega, nos alcanzó, y nos quebró.

Las guerras cesaron.

La luz iluminó la tierra.

Y aún así…

no hallamos paz.

Porque el dolor físico se olvida.

Pero el dolor de saberse culpable,

de haber creído que el fin justificaba la caída,

ese nunca se borra.

Los gremios apagaron nuestras luces, sí.

Pero fue nuestro propio arrepentimiento el que cavó nuestras tumbas.

Creen que han ganado esta guerra. Se engañan.

Porque el dolor no destruye… transforma.

Ahora somos más que carne.

Somos ruina consciente.

Somos el eco de todo lo que una vez fue justo,

y todo lo que fue destruido por nuestras propias manos.

Juntos somos el circuito.

No una red de esperanza, sino una herida que late.

Y esa herida no ha sanado.

Ellos celebran una victoria sin alma.

Pero ignorar el peso del dolor es cavar un trono en suelo envenenado.

No nos arrodillaremos jamás.

No porque seamos fuertes.

Sino porque ya no podemos volver a caer más bajo de lo que ya caímos.

La venganza está cerca, hermanos.

Y cuando regresemos…

no lo haremos con rabia.

Sino con la serenidad del que ya sufrió todo.

No habrá prisioneros.

No habrá gremiales.

Solo memoria.

Y dolor.