Capítulo 18 – El éxodo dorado

No hubo discursos.
No hubo lágrimas.
No hubo himnos.
Solo silencio… y luz.

El 17 de octubre, la Asamblea Celeste anunció su retiro oficial de todas las operaciones globales.
No como renuncia.
No como derrota.

Como acto de respeto.

Valeria fue la primera en salir del edificio.
Sin capa.
Sin escoltas.
Sin palabras.

Solo caminó.

La gente se apartaba.
No con miedo.
Sino con una extraña mezcla de vergüenza y gratitud.

Ella no los miró.
Solo miró el horizonte.
Como si aún esperara ver alguna señal.
Pero no había cielo que la reclamara ya.

Aeon se despidió del tiempo.

Literalmente.

Desactivó sus anclajes.
Volvió a vivir como los demás.
Un segundo a la vez.

Nadie supo dónde fue.
Pero se dice que ahora camina entre la gente como un sabio errante,
sin relojes.
Sin urgencias.

Aurora dejó sus laboratorios abiertos.
Todo su conocimiento en manos del mundo.
Como un legado sin firma.

Última frase antes de partir:

“No soy indispensable.
La ciencia nunca lo fue.
Solo es una herramienta…
y ustedes ya aprendieron a usarla.”

Atlas Prime dejó una carta en el cuartel vacío:

“No se olviden de los que aún creen.
No en nosotros.
En lo que fuimos.”

Nadie volvió a verlo.

Kael Orin no dejó mensaje.

No asistió al último encuentro.
No envió informe.
No activó su ubicación.

Simplemente se esfumó.

Y esa fue su decisión más coherente:
convertirse en la sombra final del mito.

Ese día, los cielos no se vaciaron.
Pero por primera vez, no se esperaba que alguien descendiera de ellos.

Las naciones continuaron.
Los gobiernos se reorganizaron.
Las personas siguieron naciendo, cayendo, levantándose.

Y nadie pidió auxilio a las alturas.

El éxodo no fue una fuga.
Fue una liberación mutua.

Elias miró todo desde lejos.
No celebró.
No pronunció discursos.

Solo observó el último cierre de puertas del cuartel sagrado.

—Ellos no cayeron —dijo en voz baja.

—Ellos decidieron irse.

Y eso era lo más humano que habían hecho jamás.