19

Después de tantas revelaciones, tropiezos y momentos épicamente incómodos, decidí que era hora de enfrentar la cruda verdad.
Sí, Julián era perfecto. Sí, me hacía reír, y sí… mi corazón seguía haciendo piruetas cada vez que lo veía.

Pero también había algo que debía aceptar: no siempre los cuentos de hadas llegan como pensamos.

Me senté con Laura en mi sofá, con una manta, chocolate y una taza de té que probablemente estaba demasiado caliente para mis nervios:
—Laura… creo que finalmente entendí algo —dije, respirando hondo—. No puedo obligar a alguien a sentir lo que yo siento.
—Exacto —dijo ella, mordiendo una galleta—. Y además, si lo intentaras, terminarías en otro episodio de “Sofía y sus desastres románticos”.

Sonreí, porque tenía razón.
Acepté que enamorarse de Julián era un viaje con muchas curvas, pero que eso no me quitaba el derecho a reírme de mí misma y disfrutar del camino.

Decidí hacer un trato con la vida:

1. Seguir disfrutando de su amistad, aunque doliera.

2. Aprender de mis tropiezos y no repetirlos (al menos no todos).

3. Recordar que mi felicidad no dependía de alguien que no podía elegirme de la manera que yo quería.

Ese día, mientras caminaba por el parque, vi a Julián desde lejos.
Me sonrió, y por un instante, mi corazón casi olvidó la lógica.
—Hola, Sofí —dijo, acercándose—. ¿Todo bien?
—Sí —respondí, con sinceridad y una sonrisa—. Mejor que bien, estoy aprendiendo a reírme de mí misma.

Porque aceptar la realidad no significa renunciar a lo que sentimos; significa aprender a convivir con ello, con humor y un poco de ternura.
Y mientras el sol se ponía, comprendí algo esencial: la vida puede no darte el amor que esperas, pero siempre te da historias épicas para contar.