No hay escape de esto

Marisa despertó con la luz filtrándose a través de las cortinas.

Al principio, no entendió dónde estaba. Su cuerpo estaba relajado, pero su corazón, inquieto. Sintió el calor a su lado y giró la cabeza lentamente.

Andreas dormía.

Su rostro estaba sereno, su respiración tranquila. Tumbado junto a él, le parecía diferente ahora: sin su sonrisa habitual, sin el destello de atrevimiento en los ojos.

Él simplemente era.

Deslizó los dedos por su muñeca, como si quisiera comprobar que esto aún era real y no un sueño.

Pero en ese instante, él abrió los ojos.

Sus miradas se encontraron.

—Buenos días —su voz era ronca, todavía adormilada, y algo dentro de ella se estremeció.

—Buenos días —intentó sonar tranquila.

Sus labios se curvaron levemente en las comisuras.

—¿Estás huyendo?

Marisa se quedó inmóvil.

—¿Por qué lo piensas?

—Porque veo cómo intentas convencerte de que esto no ha pasado.

Ella apretó los labios.

—¿Y si no quiero huir?

Sus dedos recorrieron con suavidad su brazo, como si comprobara que no iba a desvanecerse.

—Entonces, quédate.

Su corazón latía tan fuerte que apenas podía oír sus propios pensamientos.

Su mirada descendió hasta sus labios.

¿Qué estaba haciendo?

¿Qué era esto entre ellos?

Pero, quizá, las respuestas ya no importaban.

Porque no podía obligarse a apartarse de él.

Cuando volvió a casa, ya era bien entrada la tarde.

Su apartamento le pareció extraño, como si ya no perteneciera del todo a ese lugar.

Abrió el armario y sacó su camisa blanca favorita, la que solía ponerse cuando quería sentirse segura de sí misma. Pero ahora, esa ropa no cambiaba nada.

Marisa se acercó al espejo y se miró.

Ya no era la misma mujer que ayer.

Su mirada se posó en el teléfono sobre la mesa.

Un mensaje de Andreas.

Lo abrió.

Andreas: ¿Aún no te arrepientes?

Marisa cerró los ojos por un segundo.

Respondió casi al instante.

Marisa: No.

Era la verdad.

No había escape de esto.