Escena 10-La expansion de la oscuridad

El aire se volvió denso, cargado de un murmullo que parecía provenir del suelo mismo. Las raíces de los árboles se retorcían como si respiraran, y una bruma negra comenzó a deslizarse por los caminos, envolviendo cada piedra, cada hoja. Mikeyla observaba en silencio, con los ojos vacíos de la pureza que alguna vez los caracterizó.

Una sombra invisible se alzaba detrás de ella, como si su alma hubiera abierto una grieta por donde se filtraba el odio del mundo. A su alrededor, los hombres y mujeres caían de rodillas, temblando, sus corazones contaminados por un susurro que prometía poder y venganza.

—El fuego purifica… pero la oscuridad transforma —susurró una voz que sólo Mikeyla podía escuchar.

Ella levantó la mano, y una onda negra se extendió desde su cuerpo, marcando con un símbolo ardiente a los que juraban seguirla. La carne de los fieles se iluminaba con un resplandor rojizo antes de tornarse ceniza. De esas cenizas surgían nuevas criaturas: seres humanos con ojos del color del abismo, esclavos de la voluntad de la oscuridad.

En los pueblos cercanos, los rumores crecían. Los niños lloraban por las noches, los animales huían al bosque, y el cielo comenzaba a teñirse de un tono púrpura imposible. Nadie entendía lo que estaba ocurriendo, pero todos sentían que el fin se acercaba.

Lejos de allí, Alexandra despertó sobresaltada. Una energía helada recorrió su pecho, como si un lazo invisible la hubiera llamado por su verdadero nombre. En su mente, la imagen de Mikeyla envuelta en sombras la desgarró.

—No… —murmuró con los ojos llenos de lágrimas—. No dejaré que te pierdas en la oscuridad.

Y así, mientras la noche cubría el reino, la primera gran guerra del alma comenzaba. Una guerra donde la luz no bastaría para salvar, y donde el amor sería tan peligroso como el propio fuego.