Escena 23-El renacer de la oscuridad eterna

El eclipse había terminado… pero la luz no regresó.
El cielo permaneció teñido de rojo, como si la sangre del mundo se hubiera derramado en silencio.
El aire estaba inmóvil, espeso, sin vida.

En medio de aquel desierto de ruinas, Mikeyla se alzaba, envuelta en un torbellino de sombras líquidas.
Sus ojos ya no tenían pupilas: eran dos abismos.
La oscuridad no solo la rodeaba; respiraba dentro de ella, hablaba en su voz, latía en su corazón.

—Todo lo que fue… será borrado —dijo, y su voz resonó como mil ecos a la vez—. El dolor del pasado se repetirá hasta que nada quede.

Las montañas comenzaron a quebrarse bajo sus pies.
El mar se retiró, temiendo su presencia.
Del cielo descendieron criaturas formadas de humo y ceniza, obedeciendo solo a su pensamiento.
El Eco del Olvido se arrastró entre ellas, sonriendo con su voz incorpórea.
—Al fin… la heredera del caos ha despertado.

Alexandra yacía entre los restos del templo, herida, apenas respirando.
Abrió los ojos y vio a su hermana —o lo que quedaba de ella— ascendiendo en medio del desastre.
—Mikeyla… —susurró con un hilo de voz.
Pero Mikeyla no la escuchó.
No la reconoció.
Solo vio a una figura más entre las ruinas del mundo que debía desaparecer.

—Ningún nombre tiene poder sobre mí —dijo Mikeyla, y con un solo gesto, el cielo se fracturó.
Torres de fuego oscuro emergieron del suelo, marcando el nacimiento de un nuevo reino: El Imperio de la Noche Infinita.

El eco de su risa llenó el aire, una risa que no era completamente suya.
La tierra lloró.
Y en lo alto, mientras el sol moría, una nueva luna se encendió: negra, devoradora, símbolo de su dominio.

Alexandra, entre lágrimas, se aferró a la espada caída junto a ella.
—Aún hay algo dentro de ti… —murmuró, con la voz temblorosa—. Lo sé… aunque tú ya no me recuerdes.

Pero Mikeyla ya no miraba hacia atrás.
Solo hacia adelante.
Hacia un mundo que pronto sería suyo… y que nadie, ni siquiera la luz, podría salvar.