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—El lunes es el único día que tengo libre, así que trato de hacer todo lo que no puedo hacer el resto de la semana...

Mew lo escuchaba en silencio mientras se internaban en unas calles de tierra en las que nunca antes había estado.

—Luego de ayudar un par de horas en Carpincho, voy a almorzar y a ayudar a mi madrina. Bueno, en realidad no es mi madrina. Así le decimos en el barrio. Trabaja en la capilla, cocinando.

—¿ Le cocina a los curas?— preguntó Mew jocoso.

—Ella le cocina a todos los que tenemos hambre.

Mew lo miró serio. Siguió a Gulf al interior de una iglesia pequeña y precaria, donde solo había un par de imágenes religiosas y unos bancos destartalados y saliendo por una puerta lateral se encontró en un patio techado.

Decena de largas mesas repletas de personas de todas las edades comían en un silencio casi sepulcral. Nadie los miró cuando entraron.

Mew siguió a Gulf de cerca. Saludó a las mujeres que Gulf le presentó y observó a su alrededor. La mayoría de las personas estaban descalzos, los niños también. Mew tragó saliva nervioso y con disimulo miró uno de los platos de una mesa cercana. Un líquido amarronado y humeante con un hueso pelado de pollo era saboreado por una anciana desdentada como si fuera el mejor de los manjares.

Mew recordó en un flash la mesa de su casa de aquella mañana, repleto de platos exclusivos y caros y sintió náuseas.

—¿Estás bien?— le susurró Gulf.

—Perdón...— balbuceó Mew.

—No me pidas perdón... entiendo y entiendo que después de esto ya no quieras seguir siendo mi amigo...— le dijo Gulf con vos entrecortada.

Mew lo miró fijamente durante largos segundos.

— Ahora..., más que antes, deseo ser tu amigo...— le susurró y sin pensarlo se fundió con él en un abrazo profundo y conmovedor.

Gulf intuyó que jamás en la vida lograría olvidar ese abrazo.