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El encuentro con Laura duró menos de lo que me esperaba, y fue decepcionante, también. Además de llegar atrasada con más de un cuarto de hora, se veía agitada, cansada, de mal humor y apurada.

— Hola –dije tratando de sonar amable, pues parecía distraída–.

Ni siquiera se dignó a responder el saludo, es más, apenas se atrevió a mirarme. Supuse que tenía alguna ocupación muy importante que cumplir más adelante, pues resolvía las cosas y actuaba de manera acelerada. Era de esas pocas cosas que me disgustaban del amor, ese sentimiento que se supone es sinónimo de felicidad: nos hace sentir humillados y despreciados inicialmente, antes de darnos a probar de la copa rebosante, burbujeante y espumosa de la combinación perfecta entre la lujuria, la pasión y el placer.

— ¡Maldita sea! –exclamó de repente enojadísima, aparentemente porque se le había perdido algo que buscó minuciosamente en su mochila–.

De inmediato, sacó un bolígrafo azul y una hoja de papel blanca de una pequeña libreta que utilizaba para apuntes. Apoyó el pedazo de papel contra la pared y empezó a escribir con una velocidad asombrosa. En cuestión de segundos pude observar que ocupó más de la mitad de la hoja con un montón de garabatos.

Supuse que aquel contenía mi próxima pista.

— Ten... –dijo en un tono de voz tan cortante, que al escucharlo sentí que mi corazón se partía en mil pedazos, pedazos que supuse ella volvería a juntarlos algún día, ya que por ahora parecía un caso completamente irremediable–.

Solo faltó que agarrara el pedazo de papel, lo hiciera un rollito y me lo lanzara en la cara. Tenía ese mal presentimiento. Laura era capaz de hacerlo, eso me constaba: la había visto reaccionar así varias veces con otros compañeros.

Afortunadamente, no sucedió nada de lo que ella tuviera que arrepentirse.

Lamentablemente, tampoco sucedió nada de lo que yo no tuviera que arrepentirme.