Capítulo 16: La Procesión de los Olvidados

Aquella noche, una niebla densa cubrió el pueblo como un sudario. El reloj del campanario se detuvo a las 3:33. Y en las calles, comenzaron a aparecer figuras encapuchadas, marchando en fila hacia el río.

Laura y Pedro los observaron desde la ventana del antiguo orfanato, un edificio abandonado desde que se incendió misteriosamente en los años 90. Ahora, las puertas estaban abiertas. Y dentro, alguien encendía velas.

—¿Son...? —preguntó Pedro.

—Los del pacto —dijo Laura—. O sus herederos.

Decidieron seguirlos.

Al llegar al río, vieron cómo las figuras formaban un círculo. En el centro, una caja de madera negra flotaba sobre el agua. Y una voz comenzó a entonar un cántico:

"El río da. El río quita. El río guarda. El río grita."

Laura sacó su teléfono para grabar, pero antes de poder encenderlo, una mano la sujetó por detrás.

—No lo hagas —susurró una voz ronca—. Si el río ve tu rostro, no lo olvida.

Se giró, lista para gritar, pero era Esteban, el bibliotecario.

—¿Qué haces aquí?

—Estoy aquí desde siempre —respondió él, con una sonrisa amarga—. Mi padre fue uno de los cinco. Yo soy el sexto. El testigo.

Antes de poder responder, la caja en el río se abrió sola. Y de su interior, una figura salió arrastrándose… jadeando, temblando.

—¡Es... mi abuela! —gritó Laura, corriendo hacia la orilla.

Matilde Mendoza, viva, cubierta de barro y con los ojos en blanco, comenzó a murmurar palabras sin sentido. Pedro y Esteban la sacaron del agua.

—¿Qué le hicieron? —gritó Laura.

—No le hicimos nada —dijo Esteban—. El río decide quién regresa. Y cuándo.

Esa noche, Laura comprendió que lo que enfrentaban no era solo un crimen ni un secreto enterrado. Era una fuerza antigua, una deuda viva que el pueblo había arrastrado por generaciones.

Y ahora… se estaba cobrando todo.