Capítulo 13: Lo que no sabíamos que importaba

Volvimos de Manizales con el cuerpo descansado y el corazón encendido.

Durante el viaje, todo fue liviano: risas, silencios compartidos, besos entre árboles, y miradas que ya no evitaban lo que sentíamos. Julián y yo nos habíamos acercado de una forma que no tenía que ver solo con el deseo. Era algo más profundo. Más real.

Esa noche, en mi apartamento, cocinamos juntos.
Una receta improvisada, como nosotros.
Vino tinto, música bajita, y su camisa blanca sobre mi cuerpo desnudo.

Estábamos perfectos.

Hasta que la conversación —tan inocente al principio— tocó un punto inesperado.

—¿Te gustaría tener hijos? —preguntó él, mientras me pasaba la copa de vino.

La pregunta me tomó por sorpresa. No por lo repentino, sino por el hecho de que no la esperaba tan pronto. Ni tan de frente.

—No lo sé —dije, sincera—. A veces siento que sí. Que sería bonito. Pero otras… creo que no es para mí.

Él asintió en silencio.

—¿Y tú?

—Siempre me vi como papá. No ahora. Pero sí algún día. Me imagino enseñando a montar bici, leyendo cuentos en la noche, siendo ese lugar seguro.

Sentí un nudo en el pecho.
No por lo que dijo, sino por lo que despertó en mí.

—¿Y si yo no quisiera? ¿Nunca?

Se quedó mirándome.
No con juicio. Sino con una mezcla de ternura y desconcierto.

—Entonces, lo hablaríamos. Con honestidad. Pero no puedo mentirte, Val. Ser papá es parte de cómo me sueño.

La conversación no terminó en pelea.
Tampoco en distancia.

Pero esa noche no hicimos el amor.
Nos abrazamos en silencio, como si ambos supiéramos que algo había cambiado.
Como si el futuro, ese que parecía tan luminoso unas horas antes, ahora estuviera cubierto de una nube suave, pero persistente.

En la madrugada, desperté con el pecho apretado.
Lo miré dormir a mi lado, y pensé:
¿Y si este amor tan hermoso, tan cuidado… tiene un límite que ninguno de los dos eligió?

No tenía respuestas.
Solo preguntas.
Y un miedo nuevo: perder algo que recién estaba aprendiendo a llamar hogar.