Capítulo 35: Las heridas también son herencia

—Mi papá vive en Cali. Me escribió cuando supo que estaba en Colombia.
Dice que quiere verme —me dijo Julián, mirando el teléfono como si le hablara en otro idioma.

—¿Y tú quieres verlo?

—No lo sé. No le hablo desde los dieciocho. Fue frío, distante. Me fui para no repetirlo.

—Tal vez no necesitas respuestas. Solo cerrar algo que quedó abierto.

Me miró en silencio.
Y a la mañana siguiente, tomó un bus a Cali.

Valeria se quedó en Medellín, firmando libros, grabando entrevistas, caminando por calles que ya no dolían.

En Cali, Julián se reencontró con un hombre más viejo, más frágil.
Su padre abrió la puerta con manos temblorosas.

—Gracias por venir —dijo—. No sabía si aceptarías.

—Yo tampoco —respondió Julián.

La conversación fue lenta. Tensa.
Pero entre silencios, surgieron verdades.

—No supe cómo ser padre —confesó el hombre—. Me criaron para ser fuerte, no para amar.

—Y yo aprendí a huir —dijo Julián—. A pensar que si me alejaba, no me dolería.

Hubo lágrimas. No muchas. Pero sinceras.

Al irse, su padre le puso una mano en el hombro.

—Aún tienes tiempo de hacerlo distinto, hijo.

Esa noche, Julián llamó a Valeria desde su habitación de hotel.

—Fue duro —dijo—. Pero también necesario. Como si hubiera estado cargando un peso que ni sabía que llevaba.

—¿Y ahora?

—Ahora entiendo más de mí. Y eso… me hace desearte más profundamente.

Dos días después, se reencontraron en Medellín.
La energía entre ambos era distinta. Más sólida.

—¿Qué hacemos con tanto pasado? —le preguntó Valeria en la terraza del hotel, mirando la ciudad.

—Lo usamos para construir. No para escapar.
Y si alguna vez tenemos hijos… no quiero repetir.
Quiero inventar. Con amor.

Valeria lo miró con ternura.

—Entonces empecemos a inventar, Julián. Desde donde estamos. Con lo que somos.

Se abrazaron.
Y en la noche, el deseo volvió a estallar.
No por carencia, sino por abundancia.
Porque habían recorrido caminos oscuros… y aún así, seguían eligiéndose.

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