Prefacio

Corre más allá de sus fuerzas, envuelta en la tormenta, con los relámpagos rasgando el cielo y la oscuridad de la noche, cada fuerte sonido estremece cada pequeño trozo de su cuerpo. Tiene miedo, ve casi nada y se va guiando solo por lo que conoce del territorio que tantas veces recorrió con luz. Pero eso no es suficiente y tropieza un par de veces; en la última, rueda por una pequeña pendiente. Tuvo suerte, si hubiera sido más honda… Adolorida, se levanta y sigue su camino. Sus pies van descalzos, no ha tenido tiempo de calzarlos, solo quería salir de ahí. Los siente enlodados, mojados, fríos, como el resto de su ropa. Lo peor es su corazón, congelado por la crueldad de aquel hombre; el mismo al que le entregó su amor para que lo pisoteara con hirientes confesiones y feroces arrebatos.

Es un diablo, uno que parece un ángel de ojos claros. La engañó con besos y palabras bonitas.

«Tonta. Soy una bruta, bien lo sabía», se reprocha una y mil veces, saboreando la culpa que se mezcla con la tortura de emociones desbocadas que solo él la hizo sentir. Sus latidos atribulados golpean fuerte en sus oídos, a veces hasta silencian el ruido del agua cayéndole encima. Intenta ahogar el llanto, pero es imposible, llora lágrimas que se pierden con las del cielo y que queman la piel morena, la piel que lo hizo despreciarla.

¿Cómo pudo caer en sus embrujos? ¿Cómo pudo pensar que un hombre blanco iba a amar a una mujer como ella? Hija de una india, sin padre, pobre, mestiza, ingenua.

Nunca la quiso, es lo único que piensa. Huye para salvaguardarse de tanto dolor. Quiere ir lejos de él, lejos de aquel lugar donde solo recibió humillación.

No hay peligro peor que sus besos y caricias, ni la noche que atraviesa, ni el viento que la sacude. Nada es más peligroso que haber puesto sus ojos en ese extranjero que llegó a su vida para destruirla.  

La guerra que azota su nación la alcanzó y ella perdió, perdió contra él.