La carta que jamás entregué

Tengo miedo, ¿sabes? Miedo a marchar, en cualquier momento, desde cualquier lugar; miedo a quedarme también, seguir sin saber que hacer, cómo reaccionar o como resolver esas dificultades que se presentan tan a menudo, que se volvieron parte de mi día a día.

Temo a dejar de ser yo, de cambiar. Pero temo no saber hacerlo, no poder hacerlo, ¿Qué tan malo puede ser el dejar de ser uno mismo? Sé lo que soy, por ello sé que nunca lo sabré del todo.

Intento comprenderme y me desconozco más, intento alejarme de mi lado más oculto, pero doy la vuelta entera y lo tengo nuevamente enfrente. Maldito círculo del que no puedo salir, ¿o no quiero? No puedo saberlo, realmente.

Ojalá lo tuviera un poco más claro, para así encender la luz en medio de toda esta oscuridad, por más tenue que pueda llegar a ser. Sé que no te agrada que lo diga, pero ya lo he aceptado, me he adaptado al ser esto, aferrado a la idea de marchar, amarrado al calor de tus abrazos.

Con cada día que pasa se me complica todo aún más, sin embargo, no puedo alejarme sin antes dejarlo todo claro o, al menos, intentar hacerlo.

Lo siento mucho, de verdad. Siento no haber podido con tanto, no haberme querido lo suficiente y así tampoco saber amarte. Llevo ya dos años buscando las palabras adecuadas para ello, pero es más difícil de lo que parece. ¿Cómo poder explicar algo que jamás pude comprender?

Siento haberme rendido tan pronto, no haber luchado más por ti, por lo nuestro, pero créeme que estarás mejor así. Sólo mi ausencia podrá salvarte del caos con el cuál convivo, alejarme es la mejor manera de mantenerte alejada de una vida indeseable.

Lo entenderás en algún momento y sabrás que tuve razón; y ese será el día en que lograrás olvidarme, porque ya no me necesitarás, ya te habrás reencontrado contigo misma.

Está no es la primera carta que te escribo, pero será la última. No te pido compasión, sólo necesitaba que comprendas los motivos de mi adiós.