El Regalo y el Refugio

El cielo comenzaba a apagarse.

No por la noche, sino por la presión invisible de algo que se acercaba. Las esferas flotaban en la distancia, girando lentamente, como si olfatearan la conciencia.

John se reunió con el grupo junto al helicóptero. Su compañero desertor sobrevolaba en círculos, vigilando desde arriba.

—Escuchen —dijo John, con voz firme—. Estos helicópteros tienen un sistema de interferencia que bloquea la señal de las esferas. Podemos volar sin ser detectados… pero hay una condición.

Todos lo miraron.

—Deben cubrirse con estas lonas especiales. Las esferas no rastrean calor ni movimiento. Rastrean frecuencia. Y ustedes… vibran diferente que nosotros.

Jack frunció el ceño.

—¿Y a dónde vamos?

John respiró hondo.

—A la casa de verano. La que le regalé a Tomás y Lucía como regalo de bodas.

Tomás se estremeció. El recuerdo era lejano, pero intacto. Una casa en medio del bosque, rodeada de silencio y luz. Un lugar que había sido amor… y ahora sería resistencia.

—Allí construí un refugio subterráneo —continuó John—. Nunca lo usé. Nunca lo mencioné. Pero Lucía sabía. Me pidió que lo mantuviera oculto… por si el mundo se quebraba.

Marina se acercó.

—¿Está equipado?

—Sí. Energía independiente. Comunicaciones internas. Blindaje. Y silencio.

Cael revisó su dispositivo. La cuenta regresiva marcaba menos de 24 horas.

—No tenemos tiempo —dijo—. El apagón se acelera. Las frecuencias están colapsando.

John entregó las lonas. Cada uno se cubrió, quedando todos cubiertos. Elías se apoyó en Tomás, su pierna aún herida. Jack ayudó a Marina a subir. Cael cargó los fragmentos del código.

El helicóptero despegó.

Desde arriba, el mundo parecía dormido. Pero no era sueño. Era coma.

Las ciudades no brillaban. Las carreteras estaban vacías. Algunas personas caminaban y otras corrían desesperadas.

Tomás miró hacia el horizonte.

La casa de verano esperaba.

Pero ya no era un hogar.

Era el último altar.