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No fui por tres días a clases. Me encerré en mi habitación sin querer salir para nada más que comer. Mi propio cuerpo me había avergonzado frente a todos, y ni loca les daría la oportunidad de que se rieran de nuevo de mí.

—Sé que no fue nada lindo lo que pasó, princesa —me habló mi papá con voz suave mientras comíamos—. Pero debes superarlo, no puedes seguir faltando.

—Tú no lo sabes —alejé mi vista de ellos, recordando el vergonzoso momento—. Jamás lo has vivido.

—Pero ya es hora de que lo dejes atrás —dijo esta vez mi mamá—. Mañana iras a la escuela.

—¿Qué?, ¡No! —me quejé—. No quiero ir. Si quieren que vaya a la escuela, inscríbanme en otra.

—Lo siento, tendrás que enfrentarlo. Si sigues faltando, vas a reprobar —respondió sin prestarme atención.

No podía creer que me obligaran a ir luego de lo que pasé, ¿acaso querían que se burlaran de mí otra vez? Años más tarde lo entendí. Ellos querían enseñarme a cómo superar las cosas, fueran tontas o realmente fuertes; no deseaban que me echara a morir por haber pasado un momento bochornoso; pero mi mente de niña no captaba sus verdaderas intenciones, por lo que hice algo que ocasionó una grieta en la gran relación que tenía con mis padres:

—¡Los odio! —grité para luego levantarme de la mesa y caminar furiosa hasta mi habitación.

—¡Agnes! —se levantó mi papá enojado—. ¡Ven aquí en este instante! —cerré la puerta de mi habitación y le coloqué el seguro.

Escuché fuertes golpes en mi puerta. Ahora mi madre también gritaba que saliera.

—¡Váyanse! —les grité—. ¡Déjenme sola!

Los golpes cesaron y solo oí la voz de mi mamá.

—Como quieras —dijo con la voz muy seria—. Estás castigada.

No me importó, estaba muy molesta con ellos. Sinceramente, no me arrepentía de haberles gritado que los odiaba, porque lo hacía, al menos en ese momento.

Allí fue donde comencé a enterrar a mi verdadera yo, empezando por la obediencia y admiración que tenía hacia mis padres.