Rio

Hace ocho años

El sol de verano se filtraba por las hojas de los árboles del parque viejo. Río y Sherry, con apenas diecisiete años, estaban sentados en el césped, compartiendo una botella de refresco y riendo por algo que ya habían olvidado. Él llevaba una camiseta rota en el hombro; ella, un par de auriculares colgando del cuello.

—Cuando seamos grandes, vamos a seguir juntos, ¿verdad? —preguntó Sherry, medio en broma, medio en serio.

Río la miró y sonrió.
—Claro que sí.

En aquel tiempo, sus manos encajaban sin esfuerzo. Él no veía en ella a la chica que podía hablar con los muertos, sino a su mejor amiga, su primera novia, la única persona con la que podía ser completamente honesto.

Pero el peso de sus propias ambiciones, de querer ser un líder fuerte, lo llevó a una decisión que marcó todo: la dejó. Lo hizo “por el bien de ambos” y “para concentrarse en el equipo”, pero en el fondo sabía que la estaba abandonando cuando más lo necesitaba.

Desde entonces, Río había llevado la máscara del líder implacable, tratándola como una desconocida… aunque por dentro, cada vez que la miraba, se preguntaba cómo sería si no la hubiera dejado ir.

Presente

La tormenta rugía a su alrededor mientras atravesaba la barrera del huracán. La presión y la energía lo golpeaban como cuchillas de aire, pero no se detuvo. Luz y sombra se mezclaban en un remolino imposible.

Y allí estaba Sherry. Suspendida en el centro, con los ojos cerrados, su cuerpo iluminado por corrientes etéreas que parecían fluir desde la grieta en el cielo hasta su pecho.

Río aterrizó suavemente sobre el vacío invisible que lo separaba de ella. La observó por un instante, con el corazón latiendo igual que aquella tarde en el parque.

—Hola.

La palabra era simple, casi insignificante, pero atravesó el rugido del viento y llegó a ella.

Sherry parpadeó, como si despertara de un sueño. Sus ojos encontraron los suyos, y la energía que la envolvía titubeó.

—Río… —susurró, sin saber si estaba viéndolo de verdad o era otra visión de la tormenta.