Capítulo 13 — Y si me estoy enamorando...

Narrado por Ethan y Lia

El reflejo en el espejo me observa como si supiera lo que estoy pensando.

No pasó nada.
No hubo besos. Ni caricias.
Ni siquiera un roce.

Y sin embargo, desde que la dejé anoche en la puerta de su edificio, no dejo de pensar en ella.

En su voz suave cuando dijo “siempre estoy”.
En cómo me miró… sin esperar nada.
Como si yo valiera la pena, incluso con las grietas.

Cené con inversionistas, analicé cifras millonarias, tomé decisiones estratégicas…
Y sin embargo, lo más significativo de esa noche fue verla reír.
Verla ser ella misma.
Conectarse con el mundo de una forma que yo olvidé hace mucho.

Pero no puede ser.
No puedo dejarme llevar.
No puedo volver a confiar.
No puedo cometer el error de creer que alguien va a quedarse si le muestro quién soy de verdad.

Mi cabeza lo repite como un mantra.

Ella es mi secretaria.
Solo eso.
Solo eso.

Entonces, ¿por qué pienso en el color de su vestido negro?
¿Por qué recuerdo cómo la luz del restaurante rozaba su piel como si estuviera pintada en óleo?
¿Por qué deseo volver a escucharla contar sus chistes malos mientras me mira a los ojos como si no tuviera miedo de lo que ve?

Me paso la mano por la nuca. Estoy en mi oficina. Son las 8:06 a. m. Y ya he revisado tres correos sin leer ninguno.

Porque la estoy esperando.

A ella.

Y eso me asusta más que cualquier caída en la bolsa.

Hoy amanecí con la misma pregunta que se viene instalando desde anoche:
¿Estoy empezando a sentir algo por mi jefe?

¡No debería!
Es guapísimo, sí. Inteligente, millonario, esos ojos verdes que podrían ser declarados patrimonio de la humanidad… pero es mi jefe.

Mi jefe que, por cierto, hoy me saludó con un simple “buenos días, Lia” y esa voz grave que me hace perder el hilo de los pensamientos.

Desde que llegué esta mañana, he sentido su mirada varias veces.
No como antes, no con frialdad de jefe.
Ahora es distinta.
Como si estuviera observándome con intención… pero sin saber qué hacer con lo que ve.

Durante la reunión de coordinación, me pidió que me quedara un momento más en la sala para revisar un par de informes.
Y cuando se acercó por detrás de mi silla y colocó su mano brevemente sobre el respaldo, mi piel se encendió como un árbol de Navidad en Rockefeller Center.

No me tocó. Pero estuvo cerca.
Y me odié un poquito por cómo me sentí.
Y también me sonreí por dentro.
Porque no soy de piedra.
Porque soy mujer.
Y porque, aunque quiera resistirme, algo en mí ya está cayendo.

Cuando salí del trabajo, necesitaba urgentemente terapia emocional… o pizza.

Así que llamé a Annette.

—¿Estás libre hoy?
—¿Qué tan libre? ¿De salir o de terapia intensa con pijama y vino barato?
—La segunda.
—¿Paso por tu departamento en media hora?
—Trae el vino. Yo pongo las confesiones.

A las 8:00 p. m., ya estábamos en pijama, tiradas en mi sofá, con una caja de pizza entre nosotras y una botella de rosé que probablemente no pasaría una prueba de calidad, pero servía.

—¿Entonces? —preguntó, con una rebanada en la mano—. ¿Qué pasó en la cena?

Le conté todo.
Cada mirada.
Cada frase.
Cada silencio.

—¿Y tú? —preguntó, dándome codazo—. ¿Estás empezando a sentir algo por él?

Me quedé en silencio.

—No lo sé, Annette. No quiero… pero sí. Hay algo.
—¿Y él? ¿Crees que él siente algo también?
—No sé. A veces parece que sí… y otras, vuelve a esconderse.

Ella me miró con ternura.
—Bueno, si ese hombre no se da cuenta del tesoro que tiene al frente, se va a arrepentir. Porque tú, amiga… tú no solo tienes curvas. Tienes alma. Y eso no se encuentra todos los días.

Sonreí. Me abracé a ella.
Y por primera vez en mucho tiempo, no me sentí sola.
Ni perdida.

Estaba cayendo.
Tal vez muy lento.
Tal vez muy pronto.

Pero sí.
Estaba cayendo.

Y por alguna razón, no me daba tanto miedo como antes.